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miércoles, 2 de febrero de 2011

XVIII Jornada mundial del enfermo 2010, Benedicto XVI - ( 22/11/2009 )

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA XVIII JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
      
      Queridos hermanos y hermanas:
      El próximo 11 de febrero, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen
      María de Lourdes, se celebrará en la basílica vaticana la XVIII Jornada
      mundial del enfermo. La feliz coincidencia con el 25° aniversario de la
      institución del Consejo pontificio para la pastoral de los agentes
      sanitarios constituye un motivo más para agradecer a Dios el camino
      recorrido hasta ahora en el sector de la pastoral de la salud. Deseo de
      corazón que ese aniversario sea ocasión para un celo apostólico más
      generoso al servicio de los enfermos y de quienes cuidan de ellos.
      Cada año, con la Jornada mundial del enfermo, la Iglesia quiere
      sensibilizar a toda la comunidad eclesial sobre la importancia del
      servicio pastoral en el vasto mundo de la salud, un servicio que es parte
      integrante de su misión, ya que se inscribe en el surco de la misma misión
      salvífica de Cristo. Él, Médico divino, "pasó haciendo el bien y curando a
      todos los oprimidos por el diablo" (Hch 10, 38). En el misterio de su
      pasión, muerte y resurrección, el sufrimiento humano encuentra sentido y
      la plenitud de la luz. En la carta apostólica Salvifici doloris, el siervo
      de Dios Juan Pablo II tiene palabras iluminadoras al respecto: "El
      sufrimiento humano —escribió— ha alcanzado su culmen en la pasión de
      Cristo. Y a la vez ha entrado en una dimensión completamente nueva y en un
      orden nuevo: ha sido unido al amor (...), a aquel amor que crea el bien,
      sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como
      el bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de
      Cristo, y de ella toma constantemente su origen. La cruz de Cristo se ha
      convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva" (n. 18).
      El Señor Jesús en la última Cena, antes de volver al Padre, se inclinó
      para lavar los pies a los Apóstoles, anticipando el acto supremo de amor
      de la cruz. Con ese gesto invitó a sus discípulos a entrar en su misma
      lógica, la del amor que se da especialmente a los más pequeños y a los
      necesitados (cf. Jn 13, 12-17). Siguiendo su ejemplo, todo cristiano está
      llamado a revivir, en contextos distintos y siempre nuevos, la parábola
      del buen Samaritano, el cual, pasando al lado de un hombre al que los
      ladrones dejaron medio muerto al borde del camino, "al verlo tuvo
      compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y
      vino; y montándolo sobre su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y
      cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al
      posadero y dijo: "Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando
      vuelva"" (Lc 10, 33-35).
      Al final de la parábola, Jesús dice: "Ve y haz tú lo mismo" (Lc 10, 37).
      Con estas palabras se dirige también a nosotros. Nos exhorta a inclinarnos
      sobre las heridas del cuerpo y del espíritu de tantos hermanos y hermanas
      nuestros que encontramos por los caminos del mundo; nos ayuda a comprender
      que, con la gracia de Dios acogida y vivida en la vida de cada día, la
      experiencia de la enfermedad y del sufrimiento puede llegar a ser escuela
      de esperanza. En verdad, como afirmé en la encíclica Spe salvi, "lo que
      cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la
      capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella
      un sentido mediante la unión con Cristo, que sufrió con amor infinito" (n.
      37).
      Ya el concilio ecuménico Vaticano II recordaba la importante tarea de la
      Iglesia de ocuparse del sufrimiento humano. En la constitución dogmática
      Lumen gentium leemos que como "Cristo fue enviado por el Padre "para
      anunciar a los pobres la Buena Nueva, para sanar a los de corazón
      destrozado" (Lc 4, 18), "a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,
      10); de manera semejante la Iglesia abraza con amor a todos los afligidos
      por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que
      sufren la imagen de su fundador, pobre y sufriente, se preocupa de aliviar
      sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo" (n. 8).
      Esta acción humanitaria y espiritual de la comunidad eclesial en favor de
      los enfermos y los que sufren a lo largo de los siglos se ha expresado en
      múltiples formas y estructuras sanitarias también de carácter
      institucional. Quisiera recordar aquí las gestionadas directamente por las
      diócesis y las que han nacido de la generosidad de varios institutos
      religiosos. Se trata de un valioso "patrimonio" que responde al hecho de
      que "el amor necesita también una organización, como presupuesto para un
      servicio comunitario ordenado" (Deus caritas est, 20). La creación del
      Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios, hace
      veinticinco años, forma parte de esa solicitud eclesial por el mundo de la
      salud. Y debo añadir que, en el actual momento histórico-cultural, se
      siente todavía más la exigencia de una presencia eclesial atenta y
      generalizada al lado de los enfermos, así como de una presencia en la
      sociedad capaz de transmitir de manera eficaz los valores evangélicos para
      la defensa de la vida humana en todas sus fases, desde su concepción hasta
      su fin natural.
      Quisiera retomar aquí el Mensaje a los pobres, a los enfermos y a todos
      los que sufren, que los padres conciliares dirigieron al mundo al final
      del concilio ecuménico Vaticano II: "Vosotros que sentís más el peso de la
      cruz —dijeron— (...), vosotros que lloráis (...), vosotros los
      desconocidos del dolor, tened ánimo: vosotros sois los preferidos del
      reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida;
      vosotros sois los hermanos de Cristo sufriente y con él, si queréis,
      salváis al mundo" (Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos.
      Declaraciones. BAC, Madrid 1966, p. 845). Agradezco de corazón a las
      personas que cada día "realizan un servicio para con los que están
      enfermos y los que sufren", haciendo que "el apostolado de la misericordia
      de Dios, al que se dedican, responda cada vez mejor a las nuevas
      exigencias" (Juan Pablo II, constitución apostólica Pastor bonus, art.
      152).
      En este Año sacerdotal mi pensamiento se dirige en particular a vosotros,
      queridos sacerdotes, "ministros de los enfermos", signo e instrumento de
      la compasión de Cristo, que debe llegar a todo hombre marcado por el
      sufrimiento. Os invito, queridos presbíteros, a no escatimar esfuerzos
      para prestarles asistencia y consuelo. El tiempo transcurrido al lado de
      quien se encuentra en la prueba es fecundo en gracia para todas las demás
      dimensiones de la pastoral. Me dirijo por último a vosotros, queridos
      enfermos, y os pido que recéis y ofrezcáis vuestros sufrimientos por los
      sacerdotes, para que puedan mantenerse fieles a su vocación y su
      ministerio sea rico en frutos espirituales, para el bien de toda la
      Iglesia.
      Con estos sentimientos, imploro para los enfermos, así como para los que
      los asisten, la protección maternal de María, Salus infirmorum, y a todos
      imparto de corazón la bendición apostólica.
      Vaticano, 22 de noviembre de 2009, solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo,
      Rey del universo.
      
      BENEDICTUS PP. XVI
      © Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana